Los españoles fueron los introductores del tomate en Europa, como otras muchas variedades de alimentos más, entre ellos, la patata.
Esto ocurría en 1540. En el Hospital de la Sangre de Sevilla aparecen en 1608 documentos en forma de listas de la compra que señalan la presencia de pepinos y tomates para la elaboración de ensaladas.
La historia señala que esta planta de la familia de las solanáceas (Solanum lycopersicum) está inmortalizada desde los años 1645 y 1646 en la obra “La cocina de los Ángeles” del pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo, donde plasma la preparación de un plato de tomates.
El cultivo de esta hortaliza en grandes cantidades era frecuente en todo el sur de España a finales del siglo XVII. El botánico italiano Pietro Mattioli, a mitad del XVI, describió a los tomates como pomo d’oro (manzana dorada). De ahí viene el nombre de “pomodoro” al tomate.
En el mismo país de la bota, Nápoles, fue hallado un libro publicado en 1692 con recetas de fuentes españolas.
En un principio se valoraron más como planta ornamental que como alimento. Los tomates, además, tuvieron que luchar con una fama nada merecida: la de afrodisíacos.
Quizá por esa fama los franceses bautizaron inicialmente al tomate como pomme d’amour o manzana de amor; pero éste no fue el único bello nombre dado en Europa al tomate.
Los alemanes, por su parte, llegaron todavía más lejos al darle el nombre de Paradisapfel o manzana del Paraíso.