Es paradójico: los peores tropiezos del relato K fueron bloopers televisados. Justamente a los kirchneristas, obsesivos editores de la imagen y el discurso político, les tocó perder los estribos frente a una cámara y ante interlocutores aparentemente inofensivos, muy pero muy por debajo del poder y el saber del funcionario interrogado.
Citaremos tres episodios, cuyo punto en común es precisamente que el papelón queda registrado en video, pero en una escena que el Gobierno no controla ni puede guionar. Le pasó a Cristina Fernández en su visita presidencial a la universidad de Harvard, cuando unos estudiantes balbuceantes se animaron a preguntarle por los temas tabú que el Gobierno no explica en la prensa argentina. La sonrisa de la Presidenta mutó a risa nerviosa, antes de transformarse en mueca indignada y frases para el escándalo televisadas en directo y tuiteadas y retuiteadas hasta el infinito.
Luego llegó el turno de Hernán Lorenzino, que en su rol nominal de ministro de Economía fue entrevistado por una periodista griega para un documental: ante la pregunta obvia sobre el índice de inflación argentino, el funcionario entró en pánico y pidió irse de su propio despacho, en un acto de regresión infantil a prueba de interpretaciones freudianas. Y ahora, en pleno deterioro de la hegemonía K, otra cámara (esta vez de un smartphone) captura el momento en que la máscara oficial se arruga hasta verse como una careta sin gracia.
El derrape del legislador y candidato porteño Juan Cabandié desató una crisis de campaña electoral, y justo en ausencia de la Presidenta. Pero más allá del impacto que el incidente pueda tener en las urnas, importa más entender cómo el caso Cabandié marca un punto de no retorno, ya que se trata del derrumbe cultural de dos ingredientes clave de la fórmula K: la prepotencia y la soberbia.
Fuente: noticias.perfil.com