( Mi pequeño homenaje a Darwin y su teoría general del Origen de las Especies . Nov. 24 de 1859)
PEOBANDO
Thomas Carlyle –teólogo, historiador y ensayista inglés-, califica la obra de Charles Darwin como “Un evangelio de suciedad” por cuanto sus estudios conducían “a un mundo en el que se degradaba al hombre, se le negaba el alma, se despreciaba a Dios y la moralidad, y se elevaba la categoría de los monos, los gusanos y el fango primitivo”. Sus argumentos fueron para su época una transgresión a los conceptos bíblicos y en consecuencia no podían abrirse camino en medio de una multitud aturdida por los vítores eclesiásticos que elevaban al hombre a la categoría de especie única en el universo. Dios no había hecho nada y su creación quedaba relegada a una simple fabula. El alma de las cosas obtenía la categoría intrínseca de un todo único; se hermanaban las especies y el hombre y el gusano se debían al mismo fango que los acunó.
La existencia de Adán y Eva se pone en entredicho; la Biblia tambalea y el Dios- Hombre pierde su esencia. Toda una mentira bien fabulada al servicio de una clase opresora que hace de la fe el método perfecto para medrar en una sociedad estulta y oprimida. El obispo anglicano Samuel Wilberforce, antagonista de Darwin, utiliza la mofa para desacreditar sus estudios expresando que lo único que logra demostrar con sus teorías es que “el hombre es un mono mejorado”. La sociedad aplaude la elocuencia del obispo dejando en entredicho las investigaciones de Darwin. Para este obispo la Selección Natural es incompatible con lo revelado en la Biblia y los textos sagrados: “los conceptos de la supremacía derivada del hombre sobre la Tierra, la capacidad humana de hablar, el don humano del razonamiento, la libre voluntad y la responsabilidad humanas, la caída y la redención del hombre, la Encarnación del Hijo Eterno; la presencia del espíritu Eterno, son igual y absolutamente irreconciliables con la noción degradante de que quien fue creado a imagen de Dios y redimido por el Hijo Eterno tenga un origen animal”. Concluye el obispo sus ataques expresando que los pensamientos e ideas de Darwin son un simple producto e inspiración de un inhalador de gas mefítico.
Revistas científicas y literarias inflaman la tea incendiaria contra Darwin. La North British Review de mayo de 1860 califica al naturalista y expedicionario como un lenguaraz y le acusa de “no creer en el Creador que nos gobierna”. Cómo conciliar dos ideas totalmente opuestas cuando las evidencias llevan a la certeza de que el hombre no es producto de creación alguna; que ese Dios misterioso y Todopoderoso le dejó a la naturaleza la facultad de terminar su magna obra. Y cómo permitir que el simio y el orangután se hermanen con ese ser dotado de alma y entendimiento. Bajo esa perspectiva la misión de Jesucristo era una simple e inútil estupidez; sin pecado no hay género (o viceversa) y sin éste todo sacrificio para redimirlo resulta una inutilidad. Darwin encarna de esta manera la odiosa expresión del hereje que debe ser consumido por las llamas eternas de quien niega de un tajo la supremacía del hombre y la divinidad eterna de un Dios Creador. La misma revista expresa categóricamente que la publicación de El origen de las especies fue una gran equivocación. Y concluye: “El autor hubiera hecho un bien a la ciencia, y a su propia fama, si, en caso de haberse empeñado en escribir la obra, la hubiera dejado apartada entre sus papeles, y hubiera anotado encima: “Una contribución a la especulación científica en 1720”. Lo de la última fecha (1720) por cuanto así consideraba el autor del artículo lo anticuado y retrogrado de las teorías darwinianas.
Ciencia y Teología se niegan a dar credibilidad a los estudios de Darwin. Y no es extraño que esto sucediera por cuanto para aquellos días la ciencia era una simple expresión de la teología. Nadie podía dudar de la veracidad bíblica; Adán y Eva adquirían dimensiones heroicas en la historia; las grandes universidades enseñaban con certeza matemática el día y hora de la creación divina; el pecado de Eva, transmutado a Adán, hacia necesaria la preexistencia de Jesucristo; el geocentrismo superado no podía permitirse la contundencia de un nuevo golpe que haga temblar las bases mismas de su doctrina. Dios no podía ser puesto en tela de juicio; su creación no podía arrebatársele de sus santas manos.
Dramaturgos como George Bernard Shaw, escritor de teatro, crítico y activista político nacido en Dublín, censuran la obra de Darwin por considerarla una balanza desestabilizadora del alma y el intelecto humano. Con sarcasmo, irritación, nostalgia y asombro perplejo expresa que “El proceso darwiniano puede describirse como un capítulo de accidentes. Como tal, parece simple, porque uno al principio no se da cuenta de todas sus consecuencias. Pero cuando uno comienza a comprender su significado cabal, el corazón se le hunde en una montaña de arena dentro suyo”. Y turbado continúa: “Es un proceso de un horrible fatalismo que reduce de modo espectral y detestable la belleza y la inteligencia, la fuerza y la intención, el honor y la aspiración, dando cambios tan casualmente pintorescos como los que puede producir una avalancha en un paisaje, o un accidente de ferrocarril en una faz humana”. Y aterrorizado y desconcertado concluye: “Llamar a esto selección natural es una blasfemia, aceptable para muchos que consideran la Naturaleza como una agregación casual de materia inerte y muerta, pero eternamente imposible para los espíritus y las almas de los honrados… Si este tipo de selección pudiera convertir un antílope en jirafa, sería también concebible que un estanque lleno de amebas se convirtiera en la Academia Francesa”. Todas las denostaciones contribuyen a calificar la obra de Charles Darwin, pues gracias a ella el hombre cae de su pedestal y lo divino se transmuta en sustancia de barro sin alma, sin soplo divino que aliente su ser.
En el año de 1857 el entonces neófito científico Alfred Russel Wallace publica un pequeño ensayo donde defiende la teoría de la evolución. Este es un aliciente para Darwin quien se había retirado de la vida social refugiándose en una pequeña residencia campestre. En 1859 presenta ante la Sociedad linneana de Londres sus estudios sobre la selección natural iniciándose una etapa de persecuciones y estigmatizaciones que harían mella en su ya resquebrajada salud, quizá producto de sus viajes alrededor del mundo en el ya legendario Beagle.
A las ofensas recibidas se suman las lanzadas por el grupo de intelectuales y científicos moralistas que consideran que la obra de Darwin atenta contra las bases mismas de la correcta y sana moral. Si el hombre no es libre de sus decisiones, si es la simple expresión de una molécula combinada incesantemente a través de los tiempos, si la muerte es una simple expresión de la misma vida, si la selección obliga a que el más fuerte se imponga sobre el débil con el fin de preservar la vida misma, qué puede quedar de los pensamientos y doctrinas moralistas que fustigan a quien no obedece a principios de fe si no a razones inscritas en el corazón de la misma existencia. Si el hombre es un mono superado o, mejor expresado, el mono un hombre por superar, la fe misma es, simplemente, una ignorancia por comprender. En el fango primitivo no pudo gestarse la moral y en consecuencia el hombre, al igual que las otras especies, es un ser amoral. He ahí la gran cruz que debió cargar Darwin y que aún hoy en nuestros días se dibuja en su espalda.
El mismo andamiaje de la fe, de la moral y del libre albedrío se tambaleaba al tenor de las teorías darwinianas. La evolución no puede significar otra cosa que la aceptación de que Dios no existe, o, de que si existe, no es el mismo que nos pintan los evangelios. La varita mágica de Dios se pierde en los abismos insondables de la evolución de las especies. La selección natural se convierte entonces en un nuevo Evangelio: el Evangelio de Suciedad que nos permite comprender y aceptar nuestro parentesco con todas las criaturas que pueblan la Tierra. No nos es ajeno el gusano o la mariposa; el estiércol o el metal precioso. Somos Uno y no una Trinidad. Somos Uno con el mono o el mandril; Uno en esencia con todos y con todo. Somos Uno en la Tierra y con ella. Somos Uno en nosotros al llevar inscrito en nuestros registros genéticos la memoria de la estrella más lejana y el olor de la fetidez de ese charco que fue nuestra cuna en los albores de los tiempos, cuando el hombre aún era una simple y pequeña ameba.
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