27 septiembre 2021
- Ella estaba allí, sentada, sonriente, con cara de hacerse amigo de cualquiera que se lo propusiera. Me miraba y le correspondí.
- Hablamos del calor, de las esperas en esas odiosas salas de espera de los hospitales y hasta del día tan magnífico que hacía ahí afuera, si, lo que se nos ofrecía detrás de la ventana, fuera o no, cierto.
- Era joven, quizás 25, su madre tendría mi edad, cara curtida por el paso de los años y, sospecho, que por alguna desdicha inconfesable.
- Ella, la madre, la trataba como si fuera una princesa, no sonreía, pero no hacía más que estar pendiente de cualquier gesto de su niña. Le ofrecí el periódico a la madre, pero ni me contestó.
- Pero la niña, con esa jovialidad que uno solo cree ver en los jóvenes felices, empezó a hablar de sus sobrinos, de su Manuel, que al parecer era un pretendiente, y, por lo bajo, me contó que su padre había muerto el año pasado de un cáncer de colon y que su madre aún no lo había superado, por eso me rogaba que no le tuviera en cuenta su “careto” (sic).
- Ella, la niña, se atrevió a hablar de fútbol y hasta de moda, incluso de las obras que nunca se acaban en la rotonda junto al Tanatorio, pero ella no dejaba de brillar, era un torbellino de fuerza, de vida y de saber estar.
- Al rato la llamaron y su madre, al levantarse, dejó caer una pesada bolsa de viaje sobre la manta que cubría sus piernas en la silla de ruedas y me quedé atónito al ver que la bolsa se hundía hasta el suelo del asiento de la silla aplastando la manta hasta dejarla completamente plana.
- Me quedé sin habla y hasta se me hizo un nudo en la garganta, pero ella me dijo: “Yo soy, Lucía, encantada” y me dio un beso de despedida en la mejilla que nunca olvidaré.
Fuente: etarragof.blogspot.com