La botella de Astarté (una historia de bar)

 
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La historia me la contó un tipo raro, de esos que aparecen por un momento como una estrella fugaz y desaparecen para siempre. Según me dijo, lo conocían como "Caroso". Me lo crucé en un bodegón infecto de Florencio Varela, allá, donde el sur se vuelve encriptado. Pero lo extraño, fue que era del oeste, de un lugar llamado Hurlingham. Un nombre muy inglés para alguien tan atrapado en fantasías herméticas. Llevaba una bolsa de arpillera y dentro de ella una botella -blanca, decorada con rosas rojas de Astarté (según me explicó) y tenía impresa una suerte de calavera que sería la copia de una pintura rupestre del siglo 60 a.C. de la zona de Tuvalu, una pequeña región de las islas Fiji. No me contó -me confesó- que esa calavera representaba a la encarnación de Baal. Me callé. Lo miré tomar su ron, aspirar el humo de su habano, atarse su pelo largo y canoso por el calor y entonces le pregunté:

La botella de Astarté (una historia de bar)

-¿Dónde consiguió la botella?-
"En un pequeño local, perdido dentro de una oscura galería de locales tenebrosos, donde la luz no puede entrar. Había dos mujeres -una tenía el pelo azul, la otra, el pelo verde-. Eran jóvenes, misteriosas, calladas y tenían ese tipo de mirada lejana pero inquisidora, como miran los gatos en la noche. Había ropa, objetos de todo tipo en aquel comercio, pero enseguida una botella llamó mi atención", dijo este tal Caroso, y abrió la bolsa de arpillera para mostrarme la botella que describí antes.
El hombre de Hurlingham, varado en Florencio Varela, volvió a tomar ron, a fumar su habano. Se secó la transpiración de la frente con un pañuelo que llevaba bordada las iniciales CM. No le pregunté sobre eso. Un ventilador que hacía mucho ruido al girar, nos tiraba apenas una limosna de aire. El dueño del bodegón miraba en la televisión un partido de fútbol entre Victoriano Arena y Atlas. Como no soy de este apesadumbrado país sudamericano gobernado por un tipo muy extraño que dice sonriendo todo lo malo que le hace a la gente, sólo oí hablar del Boca Juniors, un team de un viejo barrio que frecuentamos los turistas en busca de pinturas alegóricas al tango, esa música oscura y densa que a los europeos nos estremece, aunque no entendamos su poesía. Casualmente, este tal "Caroso" me contó que el Presidente que se ríe cuando hace anuncios antipopulares, fue presidente del Boca.
Luego me concentré en la botella. La miré un instante y le pedí que me dejara examinarla. No parecía una botella especial, pero algo atrajo mi atención de inmediato. El cuello de la botella estaba cubierto por hilo azul. Lo toqué y sentí un golpe de corriente. El hombre de Hurlingham sonrió, mirando su habano.
-Pasa siempre que se toca el hilo-, me dijo.
Según este lumpen del oeste del conurbano, derrumbado en una mesa de bar, en un chaperío infame del sur, ese hilo era "parte de los adornos de una imagen de la diosa filipina Kalí, protectora de los guerreros de la tribu de los Ati, de la etnia Lumad, que habitaron hacia el siglo tres a.c en la zona más peligrosa de lo que hoy se conoce como Borneo. Al parecer, los Ati, antes de una batalla bebían de esa mágica botella una poción que se transmitía oralmente de generación en generación, de chamán a chamán, y que fue enseñada por un espíritu Exú de la Kimbanda Neo Zelandeza antigua hace miles y miles de años. El brebaje, preparado a base de hongos, especias secretas, agua de una vertiente oculta en una montaña y viruta de una piedra preciosa desconocida hasta la actualidad, generaba en los guerreros Ati una valentía solo comparable a la de los primeros Vikingos que aparecieron en la zona nórdica, llegados desde Astracán y guiados por Erik Hijo de Leif, que fue hijo de Ivar, que fue hijo del gran Thorvald, un asesino conquistador que bebía la sangre de sus víctimas mezclada con un alcohol fermentado a base de panaeolina, un vegetal psicolocibio de la región norte de Islandia.
El hombre de Hurlingham y yo, nos quedamos en silencio, mirando por la ventana, hacia esa calle de tierra, con una sola luz colgada de un cable que sugería penumbras mortuorias en la zona.
-El sur es el territorio literario de Borges-, agregó este tal Caroso, al pasar, sin que nada tuviera que ver con lo que venía contándome sobre la botella.
Le pregunté, sin interesarme en Borges, si en la botella llevaba alguna bebida. El hombre de Hurlingham sonrió. Sacó unos billetes de su bolsillo, los dejó sobre mesa rota de madera, le dijo al dueño de barsucho que pagaba la vuelta de los dos, se disculpó, guardó la botella en la bolsa de arpillera y vi cómo se perdió en esa oscura calle de tierra de Florencio Varela a las 3 de la mañana, cubierto por la niebla de un invierno crudo y helado.
Me quedé pensando en el tipo. Antes de irme le pregunté al dueño del bar si sabía algo de él.
El viejo, mal vestido, con olor a tabaco barato, sin dientes, sonrió y me dijo:
-Amigo, usted estuvo solo todo el tiempo, no vi a nadie con usted-
No le respondí. Le dije "buenas noches", subí a mi Audi y seguí mi camino por la ruta hacia Bahía Blanca.
Después de un rato recordé que me levanté para ir al baño y cuando volví, mi copa estaba llena y la bebí de un trago. Una hora más tarde, empecé a sentir un calor ardiente, la sangre parecía fluirme más rápido, mis ojos podían ver más allá de donde llegaban las luces de mi Audi. Creí percibir los ruidos de la noche en la ruta, y un coraje que nunca había tenido hizo que pisara el acelerador del auto hasta que marcó 320 kilómetros por hora. Era de noche, pero yo veía el sol...
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