Sombras nada más: un cuento de dos demonios

 
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Dos sombras ya pronto serán...

Sombras nada más: un cuento de dos demonios

(Autor: Ricardo Carossino)
Lisa y llanamente, te vi. Justo el sol se reflejó en el piercing que tenías en la nariz y me jodió los ojos –ojos de gallo tuerto tengo-. Vos ibas con los oídos tapados de música –carita seria, como mufada, pasos rápidos como ansiosos, mirada esquiva como miedosa-. Ibas por Alvear a la cinco de la tarde vestida como nadie se viste a esa hora en verano –de negro-. ¿Sentías el calor? Las mujeres como vos no sienten el calor. Sienten otras cosas, pero el calor no, ni el frío. Es más, en las tardes derrumbadas de niebla con luna precoz de cuatro de la tarde en pleno invierno, vos sos la que sos (lo sé).
Como todos los días, nos saludamos como extraños, discutimos como matrimonios y nos vamos a encerrar en esa habitación que encontramos un día en el Once, junto a una tienda judía de telas. El Once, donde la soledad es la desaparecida 30.001, pero los solitarios son millones que se chocan todo el tiempo en las angostas y rotas veredas.
Quizás –y sólo quizás-, si hubiéramos alquilado una zapie en Libertador y Juncal, esas dos sombras no hubiesen hecho lo que nos hicieron esa vez. Malditas sombras. Sombras hijas de puta, sombras de mierda, sombras represoras.
Te escondés detrás de una máscara de gestos a veces majestuosos y a veces cursis. Igual me gustan todos tus gestos, los de las mañanas de enero, los de las tardes de invierno y los de las noches de siempre, cuando nos tiramos en la cama desnudos a jugar a sostener la mirada durante todo el tiempo que se pueda sin reírnos, sin mover un músculo, sin tocarnos, sin hablar, esperando que el sol se vaya descolgando del cielo porque nunca se cae cuando uno lo necesita. Tarda en irse cuando estás desnuda y jugamos a eso. Porque el juego termina ahí, cuando la luna reemplaza al sol.
Dejamos que la oscuridad vaya llenando esa habitación desordenada, un poco sucia, con olores nuestros de carne desesperada. Le permitimos a las sombras que vayan avanzando por las paredes, y luego por los pisos, para suban a la cama y nos cubran los cuerpos.
-Ahí vienen-, decís vos, y vemos como se alargan las sombras de los dos únicos muebles que tenemos.
Pocos muebles, pocas sombras. Como en la película esa de las empanadas de Luís Brandoni: “¿Sabés cuántas sombras tenían para jugar? Dos sombras. Dos sombras para dos personas. Qué miseria che, qué miseria”.
Y al fin, la sombra de la silla me agarraba a mí y la sombra de la otra silla te agarraba a vos. Mesa nunca tuvimos. ¿Para qué?, si comer cada vez cuesta más. Sentarse a la mesa va siendo cosa de una elite. ¿Cuánto hace que los laburantes que viajamos a soportar un jefe idiota con una amante idiota no comemos en mesas?
Yo morfo de dorapa, en la pizzería Don Pipón, ahí en Riobamba y Cangallo. Sí, ya sé que ahora se llama Perón, ¿te pensás que no me gusta que se llame así? Lo hago pa´joder, nada más. Para que “Chungo”, el mozo de la pizzería se pueda reír un rato porque la jermu tiene cáncer que es la enfermedad de moda viste.
Todo el mundo tiene un cáncer, como un celular. Cáncer de útero y de mama las mujeres y cáncer de próstata y de pulmón los hombres. Otros tienen cáncer ideológico y otros cáncer consumista. Pero todos tenemos un cáncer. El mío es el cáncer de whisky. ¿Qué no sé cuál es el tuyo?, sí que lo sé, pero no te lo voy a decir. Ése cáncer queda entre vos y yo –y las dos sombras que nos agarran los cuerpos desnudos cuando la luna y el sol se cruzan, mientras uno sale y la otra entra-.
Y la noche se nos mete en la cama con nosotros. Ya somos tres, solo que ella no habla, no toca, sólo nos mira con su redondo ojo voyeur que es esa luna inmensa y nueva. Y a veces entrecierra la mirada un cuarto, pero cuando al fin te toco, se le infla el ojo y es una luna llena de curiosidad por la manera en que mis dedos, como arañas, van recorriendo tu piel blanca, transparente, hermética aunque traslúcida, piel arrogante, piel sin sombras, piel ajena al mundo, piel privada, piel que respira, que se agita, que suda, que pervierte.
Y cuando ya no sabemos en qué hora estamos existiendo, luego de bebernos hasta emborracharnos, cuando no podemos salir de la cama porque estamos mareados de tanto olor a nosotros como canabis de sexo, cerramos los ojos dejándonos llevar al territorio de los secretos que no nos vamos a contar nunca aunque nos miremos por horas. Hay que cosas que se guardan en el inconsciente y se las tapa con bien para que nadie las vea. Pero al fin nos equivocamos. Creímos que nadie iba a poder ver lo que nadie ve.
Y sí…las sombras todo lo pueden ver porque son sombras, porque no tienen cuerpo, porque se deslizan como serpientes oscuras, silenciosas, planas, en un mundo morboso de una sola dimensión, donde no hay ni alto, no largo, ni ancho. Pueden entrar por cualquier hendija y agarrarse a los cuerpos desnudos cuando llega la noche. Durante la madrugada creemos que nos cobijan como sábanas de ceda, pensamos que todo es una sola sombra que nos protege hasta que vuelve la pedante, exagerada y vanidosa luz de la mañana, que nos ciega y nos obliga a matar cada día, la esquiva esperanza de no ser más un esclavo.
Pero aquel día, mejor dicho, aquella madrugada, las sombras llegaron más rápido que nunca. Entraron a nuestra pobre y jugosa habitación del Once con prepotencia, como tirando abajo a la puerta a las patadas. El sol se fue tan rápido y la luna se apoderó tan pronto del día que las nos sorprendió jugando a mirarnos inmóviles, callados, escondidos de la luz.
Las mismas dos sombras de siempre, las que nos hicieron pensar en una amistad para siempre, o aún más, en una relación sexual de cuatro, alguna que otra vez. Se hicieron íntimas –las dejamos que se hicieran íntimas-. Se nos metieron primero jugando en los cuerpos, después en la mente y por último ya eran parte de nuestra vida.
Y esa noche, carajo…esa noche, no eran las mismas sombras de siempre. Entraron por asalto a la habitación del Once, como a los gritos y se desplazaron en su dimensión por las paredes y enseguida por los pisos y abandonaron nuestras dos sillas con urgencia y subieron a nuestra cama y nos chuparon sin darnos ninguna explicación. Malditas sombras. Ya no eran dos sombras, sino dos demonios. Sombras hijas de puta. Sombras de mierda. Sombras traidoras. Sombras represoras. Sombras que oscurecieron para siempre hasta nuestra noche de luna. Ya ni siquiera hubo sombras. Todo se lo chuparon. Fue una oscuridad total para siempre.
Ya somos dos sombras más. Vos y yo, reptando por las paredes y los pisos en cuartos oscuros y mohosos, oyendo ruidos de gente a lo lejos. Algunos ríen, otros gritan, otros lloran, otros simplemente hablan y se oyen pasos de vez en cuando.
No sabemos dónde estamos y nadie nos encuentra porque no hay luz para que aparezcamos de nuevo, como sombras, o como cuerpos.




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