La Escalinata

 
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La Escalinata
Durante doce años, desde 1999, Fernando subió la misma escalera todos los días. Incluso los domingos. Era la escalera del monumento ”A la Gesta de Malvinas” en Quequén: en el que se representa a la madre patria abrazando a su hijo soldado oteando en dirección a las islas Malvinas construido en cemento gris, muy alto, situada en el centro mismo de la plazoleta, simbolizando escenas de exaltación patria y ciudadana.
Sentía esa obligación y la cumplía día tras día, al salir del trabajo. Camino de su casa. Y no bastaba un solo ascenso porque, invariablemente, al bajar se paraba unos segundos al pie del monumento, recordando la poesía plasmada en el cemento, “Hijos de la Gloria” verso por verso. Lo hacía como un ritual, y siempre tenía la seguridad de que alguna de las estrofas se había quedado sin su trocito de fervor. Para asegurarse, se obligaba a subir de nuevo y repetir todo el proceso.
Fernando que había perdido su hijo en la guerra estaba muy agradecido a su país y esa era su forma de demostrarlo. Esa, su misión le hacía sentir un sabor dulzón en el paladar, como el de esas maravillosas mieles que vendían los apicultores de la zona.
Cada noche cerraba con fuerza los ojos e iba rememorando las sensaciones que había vivido a su llegada a Quequén, aún muy joven. Se retrotraía al pasado. Las imágenes se proyectaban en miles de pequeñas pompas de jabón que llenaban sus párpados, tenían todos los colores del arco iris, e iban reventando poco a poco, así hasta que se quedaba dormido. Recordaba las enormes chimeneas ocres de los barcos cerealeros que atravesaban el océano, siempre echando un humo pardo y maloliente. Y los juegos organizados por las mujeres para entretener a los chicos.
Pasado el tiempo, llegó el momento en el que Fernando debía subir ayudándose de un bastón para transitar la escalinata. Muchas veces la intensa lluvia de verano iba convirtiendo en peligroso el recorrido. Conforme avanzaba los años los inconvenientes aumentaron el coraje de Fernando. Pensaba que un mayor esfuerzo hacía la ofrenda a su hijo, más valiosa. Un día, en crudo invierno las escaleras se gastaron completamente. Con ellas también terminaban esas placenteras sensaciones que le inundaban cada vez que cumplía con su deber de fidelidad. El señor Fernando pisó el último trocito de peldaño antes de que desapareciera fundido como la mantequilla en la sartén.
Se quedó en pie, frente al mausoleo. Paseó sus ojos deteniéndose en cada una de las imágenes más del tiempo acostumbrado. Le pidió perdón al hijo, luego se sentó en la escalinata mirando al océano hacía donde había combatido el hijo. Y durmió el sueño eterno…
Carlos Bonserio
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