Polvo eres y no animal - Auto de fe.

 
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“Los animales viven y mueren encerrados en estrechas jaulas sobre el montón de sus propios excrementos y sin ver la luz del sol”



Fernando Vallejo – La puta de Babilonia

Por lo menos eso pensó hasta ese día; pero ya es historia. Lo mismo que su manía de masticar y tragar carne: de conejos, gallinas, corderos, vacas, peces, faisanes, pavos y todo cuanto se moviera sobre la tierra. Desde pequeño había sido así y en su subconsciente no yacía ese terrible hedor de digerir y defecar carne. Recordó, en este listado interminable de crímenes, a su mascota dorada, el pequeño Job que entendía cada una de sus órdenes, que corría cuando sus pasos llevados por el viento tocaban el umbral de la puerta de su casa, ahí lo esperaba, sacudiendo sus orejas, moviendo su cola diminuta como queriendo decir “¡que gusto de verte!, hermano mío”; durante dos años fueron inseparables, amigos, carne de su carne, cómplices de aventuras y de todas las sonrisas que se le pueda arrancar al Amor.

-“Lo mataron enterrándole un clavo en su cabeza, así, mientras el movía sus paticas como implorando perdón... “.

Con estas palabras cerró el ciclo de su niñez; y lo más terrible era que él lo había masticado una y otra vez hasta que su sabor se diluyó silencioso entre su garganta y su vientre; lo había despedazado con su cubierto y estirado con sus manos... desgarrado con sus dientes y sepultado en sus intestinos que luego lo convertirían en excremento, en mierda, en materia fecal que no abraza ni respira ni mucho menos quiere como su conejo dorado.

-“después lo metieron en agua hirviendo y lo pelaron, su barriga parecía un globo de chocolate y sus dientes blancos se pintaron de su roja sangre... sus ojos se inyectaron de una sustancia extraña parecida a la muerte. Si lo hubieras visto no hubieras creído que ese conejo era tu pequeño Job...”.
Así, María, la empleada doméstica, le relató la muerte, la expiración de Job, y su posterior digestión por toda la familia, además, le dijo: -“me dio mucha pena imaginar que tú y Job ya no jugarían nunca más por la casa, te juro que tu mamá me obligó a tenerle duro la cabeza mientras enterraba, lento al principio, y de un golpe después el clavo en su cráneo...”.

Nunca más comió carnel. Mucho menos cuando se enteró de la crueldad con que se mata a algunos animales. A las focas se les asesta garrotazos mortales en su cráneo sin importar que junto a ellas se encuentren sus pequeñas crías que muchas veces parecen llorar junto al cuerpo adormecido de su madre... criaturas inocentes que se abrazan en un adiós lastimero y definitivo a la carne exánime de quien minutos antes fue su mundo entero.
La mayoría de las ocasiones estos crímenes se cometen simplemente para preservar el atún y el pescado que se encuentra en las orillas, razón por la cual dejan abandonada la foca muerta, pudriéndose a la intemperie mientras a su lado permanece, pensativa, desorientada y triste, la pequeña cría que no acepta que su madre ha muerto. Y sucumbe junto a ella, llorando, desgraciada , triste a pesar de que sus congéneres le llevan misericordiosamente alimento y abrigo. Solo estrecha el cuerpo de su madre y lanza gemidos al viento gélido del polo, implorando la muerte.

O la crueldad cometida con los corderos en los países escandinavos donde primero los cuelgan cabeza abajo y con un cuchillo al rojo vivo les sacan sus ojos en la creencia generalizada que eso les traerá prosperidad; durante horas se desangran en una agonía espantosa, dolorosa, desgarradora y cruel ante la mirada impasible de los aldeanos que elevan plegarias a sus dioses. Nada tan atroz como estas muertes que nadie censura por la sencilla razón que se cometen en animales indefensos sin derechos ni alma. Son simples animales que fueron hechos para gloria del hombre y para su total servidumbre según el dictamen del Dios bíblico que así lo ordenó.

o las pobres gallinas que hacinadas deben hincharse como un globo para su sacrificio. A los pocos días de encubadas les cortan el pico para que olviden su instinto de revolver la tierra en busca de bichos y así, despicotadas y desorientadas, son infladas con hormonas en líquidos fétidos que son su único alimento en los escasos días que tienen la oportunidad de ver la luz del sol. Son sacrificadas con maña y artificio para que su sangre corra lenta sobre los canales de aluminio y plomo que estrechan su cárcel. Tiene que ser así, doloroso y cruel, para que su carne no se corrompa rápido y no se deshinche hasta el cuarto o quinto día. Nada importa que este proceso se realice en el vientre del humano traga pollos que es cómplice de su muerte y de tanta y dolorosa bestialidad.

A otros conejos, como Job, también los matan lentamente en los laboratorios de cosméticos y maquillajes femeninos. Les cortan sus párpados, les cercenas sus extremidades, les castran sus genitales para que las hormonas no incidan en los resultados industriales. A los pobres los obligan a servir gratuitamente para las grandes multinacionales. Mueren chillando de dolor y angustia, que es lo único que pueden hacer en sus cárceles de lujo; sus párpados son cortados para probar los polvos y las mil chapucerías que se echan nuestras mujeres: con su mirada fija y perdida en el espacio finito de su único mundo son obligados a verificar en su animalidad las características químicas y la fluidez de un olor. Sus ojos, los de miles y cientos de conejos, son destruidos hasta encontrar la formula perfecta. Pero nada pueden hacer sin párpados e inmovilizados con grandes tenazas que les impiden tan solo brincar. Mueren con los ojos reventados, abandonados a su suerte y sin una sola muestra de conmiseración. Lo importante es la ganancia usurera y la vanidad egoísta de tantas cristianas que ignoran que para lucir ese color en sus ojos y ese olor en su piel fueron necesarias tantas muertes y tantos desgarradores dolores de seres inocentes y de alma limpia y pura.

Qué decir, para terminar este inventario, nacido del recuerdo del pequeño Job, de los cientos de babillas sacrificadas estúpidamente para comercializar su piel; no deben morir hasta después de quitarles enteramente su piel para conservar la humedad y la maleabilidad necesarias. Anestesiadas sienten completamente su descamación; su sistema nervioso registra todo el dolor y padece toda la angustia de una forma impotente. Muere horas después, sin piel, achicharrada e inmóvil mientras los depredadores picotean o arrancan trozos de su carne. Y así muere mientras su piel es comercializada en lujosos almacenes convertida en ostentosas prendas o lucida en las pasarelas de elegantes ciudades europeas o norteamericanas... inocentes criaturas que aportan su dolor a la economía mundial.

Pero antes de cerrar inventario es justo recordar los cientos, miles, millones de animales sacrificados estúpidamente por esa caterva de seres llamados cristianos. Desde el Antiguo testamento se vanaglorian de sus crímenes; corderos, palomas, pichones, bueyes, cerdos, vacas... degollados y torturados. Alimento de un Dios perverso que solo se sacia con el olor de la carne; con el fluido de sangre e intestinos que corre inocente de la víctima de turno. Seres come-carne por la simple convicción de ser los elegidos de su Dios, los enseñoreadores de la naturaleza y los dueños de sus vidas y destinos. Ninguna muerte les sacia; su Dios reclama vidas de animales, de corderos degollados y de pichones masacrados en su simple y estulto animo de ser y sentirse El Todopoderoso.
El mítico Jesús se vanagloria de los cerdos que arroja por un abismo; Moisés, Abraham, Isaac, Jacob de los corderos degollados y achicharrados. Ninguna palabra es a su favor, son animales y como tal sin alma ni lugar en el reino de su Dios. Hay que comérselos en pedacitos, en trozos, en bisteks y en parrilladas. Luego, defecarlos sin remordimiento alguno. Son animales, nada más que animales.

En Latinoamérica, se enteró Juan -casi que con escepticismo-, existen carros de tracción animal. Famélicos caballos que deben soportar sobre su triste animalidad pesadas cargas que son superiores a sus fuerzas. Sus amos golpean su lomo y sus patas una y otra vez hasta desangrar al pobre animal. No lo creyó hasta que miró una fotografía de un caballito despanzado y con sus intestinos desparramados sobre el lodo; murió sin haber conocido o sentido la gracia de la vida. Simple animal sin derechos que nadie lamentaría o lloraría. Sus vísceras terminarían colgadas de una fama o tercena para gloria de los cristianos masca carne que no respetan el olor de la carne fétida o el lamento de la vida que exhala en cada animalito asesinado y maltratado.
Y Job fue uno más, así lo recordaba en el rostro sereno de su madre que jamás dio muestras de arrepentimiento o dolor. Era un simple animal y como tal destinado a ser asesinado, digerido y defecado para gloria del Señor. El Buen Job, el amigo de rabo pelado, el que movía sus orejas cuando escuchaba su canción preferida no tenía alma, no era hijo de Dios; dictamen verificado en las escrituras sagradas pues en ningún capitulo o versículo el Dios Omnipresente lo había sentenciado. Son animales, simples animales a pesar de su sistema nervioso que les hace sentir el mismo miedo nuestro, las mismas angustias y las mismas sensaciones de hambre o de frío. Sistema nervioso de segunda que los obliga a padecer por los siglos de los siglos el señalamiento de brutos y de bestias.

Acaso el delfín piensa cuando salva a un naufrago...? No; es simple instinto. El mismo que habita cada bruto cuando mueve su cola, bate sus alas o ilumina sus ojos ante la presencia de un ser para ellos querido o amado. Pero que no se diga tal, es simple instinto, en su sistema nervioso o en su cerebro no existe la capacidad de amar u odiar. Son animales.... simples animales con un sistema nervioso deteriorado que es preferible masticar y defecar.

- ... Pero amito Juan, no se sienta triste... Aquí tiene la patica de Job para la buena suerte.

La misma que él no tuvo para terminar de simple cena en un día cualquiera, cuando a su madre le dio por creer que a los conejos se los cría para comérselos, para decorar la mesa una vez estén gordos y cebados.

Sangre fría la de ella para destrozarle su cráneo atravesándolo con un clavo mientras María, cerrando sus ojos, únicamente atinaba a pensar en la tristeza de su niño Juan. Pero ella no era la patrona y tenía que obedecer. A pesar que su sistema nervioso era idéntico al de su patrona. Se sabía algo superior a Job; pero nada más.
Lo sintió calientico entre sus manos, escurridizo, tembloroso. Pero nada podía hacer, ni siquiera cuando se hizo caca en su delantal. Lo único que se le ocurrió fue echarse entre sus bolsillos la patica desmembrada de Job, manchada de sangre, untada de mierda, expeliendo miedo por todos sus poros.



Cerró su álbum. Job ya no estaba; únicamente los mil y un recuerdos que lo atenazaban cada noche de su vida. Sintió miedo, el mismo que debió sentir Job o, por lo menos el que imaginó ese día. En la pared de su cuarto, algo sucia y enmohecida, colgaba ese ultimo pensamiento de su conejo Dorado; al mismo que despedazo, desgarró, trituró, masticó, vomitó y digirió.
Se preguntó quien llora por las vacas o por los caballitos que yacen exhaustos tras los esfuerzos sobrehumanos por sostener la pesada carga que hunde sus lomos y hace vacilar sus patas de simple bestia.
O quién se compadece de los gallos descrestados tras las sangrientas luchas atizadas por el rey de la creación; encerrados durante horas en cubículos impenetrables para la misma luz solar; atontados con golpes continuos y enloquecedores que sirven de preámbulo para su baño de sangre. Simples animales que cumplen el ritual de la muerte por cuanto el hombre así lo ha dictaminado. Su sistema nervioso, destrozado y humillado únicamente persigue la muerte como signo de su misma incertidumbre.

Qué de los toros ofendidos con la capa y la espada; con las cabriolas de un demente-héroe vitoreado para gloria de los hombres. Yace exánime con los pulmones destrozados y con sus lomos ofendidos en cada caricia; ahogado en su propio fluido sanguíneo; consciente de su derrota e imposibilitado para la guerra. Pero muere aclamado por cuanto su lucha por la vida es la justificación de tantos escarceos, trenzados y saltos. Muere héroe, pasto joven de la inteligencia humana. Pero es un animal, un simple animal que no entiende de la grandeza humana. Su sistema nervioso es de toro, de simple toro que en nada se diferencia de Job... el triste y lamentado Job.

Los pulpillos babean su sangre en las gargantas de miles de turistas ávidos de experiencia nuevas; los llevan vivos a sus bocas untada su testa de una miel oscura y melosa... sus tentaculillos que buscan escapar de esa cárcel de marfil y calcio buscan desesperadamente una salida; sienten los mordiscos mientras agonizan y entre más luchan mayor placer producen... su miedo, sus fluidos, su caca y su sangre se entremezclan en el paladar y en los intestinos de estos seres pletóricos de felicidad. Algunos se toman fotografías en el instante mismo en que los tentaculillos del octópodo se estiran titilantes hasta la frente o la nariz de ese estúpido comensal de vida y sentimientos.


Nada reviviría a Job, estaba muerto... y bien muerto. Con su cabecita aplastada y con su cráneo atravesado por un clavo. Quién sabe donde yacía pues su simple animalidad le excluye de la posibilidad de un cielo o un infierno. Dios los hizo para ser comidos, digeridos, defecados.

- Le juro amo Juan que me pareció que Job suplicaba por su vida y que una lágrima se escapaba de sus ojos... ¡!Se lo juro que me pareció así amito Juan¡¡

¡!Nunca más comió carne!¡: Job le había otorgado la vida.


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Comentarios más recientes
El Chino Rodríguez
Creo que " los espíritus malignos salieron del hombre y entraron en los cerdos, que eran como dos mil. Los cerdos corrieron pendiente abajo por el barranco, cayeron en el lago y se ahogaron" (MC 5, 13) es muy distinto a "El mítico Jesús se vanagloria de los cerdos que arroja por un abismo" . En cuanto al resto estoy contigo, es aberrante que el hombre actúe así.
 
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