03 noviembre 2022
Se encontraban todas las mañanas en el ascensor, cruzaban un saludo apenas audible y se miraban de reojo.
Elisa sabía que él era viudo y Pablo conocía la historia de la soledad de ella porque el portero, conocedor de todos los chimentos del barrio, se la había relatado con todos los detalles.
En ese edificio vivía un personaje ilusorio, a quien el portero miraba con desconfianza y al verla se preguntaba: ¿Qué tiene está mujer que aparece y desaparece, sin que me dé cuenta?
Daba el aspecto de esas abuelas de dibujo animado, sonrosada y siempre feliz, pelo blanco, sonrisa bonachona y manos ligeras que siempre tejían, caminaba y tejía.
La misteriosa señora se llamaba Ana y estaba interesada en lograr que Elisa y Pablo se enamoraran, eran muy buenas personas para vivir tan solas, solía comentar con el portero, que la miraba como si no entendiera sus palabras.
—Voy a conseguir que el amor los descubra a ellos —le decía— solo tengo que encontrar mi varita mágica, no recuerdo dónde la guardé, con ella puedo hacer maravillas.
El portero reía, pensando que la anciana señora estaba gagá.
La abuela Ana, hizo cálculos y puso en marcha un plan, festejar su noventa y seis años, con solo dos asistentes; Elisa y Pablo.
Llegó el día de la fiesta y los dos invitados al encontrarse, se miraban con timidez, les costaba hablar, Ana puso música suave y algo surgió entre ellos, un ambiente mágico fue brotando de las paredes y llegaron las palabras, sonrisas y coincidencias, que los fueron acercando.
Sabiendo la admiración que ambos expresaban por las novelas de Cortázar, Ana comenzó a relatar un encuentro ficticio con don Julio en París, lo situó en la década del cincuenta, cuando ella era muy joven y el maestro escribía “Rayuela” y los hizo soñar con sus personajes.
Y la “Maga y Horacio” surgieron entre los sándwiches y los bombones, la historia les resultaba emocionante. Elisa y Pablo comprendieron que los unían los mismos sueños y anhelos, que eran muy parecidos a los personajes de “Rayuela” y se olvidaron del cumpleaños, se despidieron de Ana y salieron a caminar por la ciudad sin preocuparse de la hora y entraron a un café donde un viejo trompetista casi escondido en un rincón y bajo el claro oscuro de un foco desgranaba las nota de “La vie en Rose”.
¿Habrá sido el ambiente, la música o la presencia del trompetista que no dejaba de mirarlos con una mueca burlona? Por un momento, él creyó que era Horacio Oliveira y ella que soñó que era la Maga.
Regresaron cuando amanecía, tomados de la mano y riendo, mareados de vodka y con aroma a café.
Al día siguiente fueron a saludar a Ana y al ver que nadie respondía al llamado, preguntaron al portero.
—¿Ana, no la conozco? —Respondió— en ese departamento vivía una señora francesa que regresó a su país…era extraña, hablaba sola y tejía, un día le pregunté que estaba tejiendo y respondió: historias de amor, tan solo historias de amor…creo que estaba gagá…
Fuente: mariarosag.blogspot.com