01 julio 2022
- Sucedió en un viernes cualquiera, de un mes de julio de hace muy pocos años.
- Pasito adelante pasito atrás, movía las caderas como nadie, su figura era armoniosa desde la cabeza hasta los pies. Sus movimientos eran la elegancia hecha mujer. Él miraba más al tendido que a ella, sabía que estaba acompañado de una mujer excepcional y se recreaba y aseguraba de que los demás lo supiéramos. Ella mantenía esa mirada al infinito que llevan todas las divas, abandonándola, caprichosamente y de vez en cuando, para fijarse en él, como premiándole, regalándole una sonrisa de actriz venida del cielo.
- Daba igual lo que el culpable de los ruidos se inventase, ella se movía con elegancia y precisión ante cualquier ritmo.
- Embelesado en su observación y en Mozart, (caprichos de mi oído izquierdo, completamente sordo), y en esa especie de “spin-off” que me produce este tipo de situaciones, la vi como se ponía de puntillas y le dio un tímido y fino beso a él, que como un pavo real, se hinchó mientras miraba a todo el tendido en señal de poderío, nuevamente.
- Mientras daban vueltas y vueltas, mis ojos se nublaron y entonces mi niña me miró, se dio cuenta. Emanaban tanta ternura que no cabían en el escenario, en ningún escenario terrenal. Parecía una escena de otro mundo.
- Los habíamos visto otras veces, pero el viernes me fijé más que nunca en sus gestos, en sus movimientos. Ella tendría unos setenta y muchos y él, por el estilo. Mi niña, en uno de esos grandes momentos que la vida te regala, mirándome a los ojos, me apretó la mano fuertemente y me dio un gran, silencioso y suave beso… era la noche de los viejos y a veces olvidados, gestos.
Fuente: etarragof.blogspot.com