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TE DEJO PARTIR

Por Carlos Eduardo Lagos Campos

Desde que te vi por primera vez en aquel verano, siendo yo un soldado de la Patria y tú despuntando apenas a la vida, aprendí que eso que llaman Amor a primera vista existe.

Tus ojos verdes se iluminaban como la inmensidad del llano que te vio crecer y en la medida que ese sentimiento hermoso se iba afianzando día a día, encuentro tras encuentro, me fuiste llenando de razones para amarte y como un deseo natural que fue acrecentándose en mi corazón, empecé a pedirle a Dios que te hiciera mi compañera fiel para toda la vida.

Quería asegurarme de seguir contando con tu fortaleza, con tu sonrisa, tu ternura, esa que me regalabas, aún sin merecerla. Quería compartir tu visión de la vida esa con la que me animabas a salir adelante cuando las cosas no salían bien.

Quería yo ese tipo de mujer, de la que cualquier hombre se siente orgulloso. Quería tener la certeza de que nuestra Hija iba a tener a la mejor madre, capaz de ser ejecutiva y el alma de nuestro hogar, mujer de talante y a la vez humilde, esa fuente de valor que nos motiva a asumir con fortaleza las vicisitudes de la vida, pero a la vez esa fuente de prudencia que frenara los ímpetus irreflexivos con que enfrentamos la vida.

Y sin que lo mereciera, El todo poderoso posó su mirada en nosotros y te hizo mi mujer y a mi tu hombre; y aquella noche inolvidable me diste el sí ante el Cristo y con ello cambiaste el ambiente cálido de tu llano que te vio crecer, para acompañarme a esas tierras del sur, enclavadas en los andes de américa a las que aprendiste a amar como a tu propia cuna.

Al convertirte en mi compañera de vida y yo en tu amante fiel, fuimos el soporte en las luchas diarias, en los días aciagos. Me enseñaste a ser perseverante y que ningún triunfo vale la pena si había sido alcanzado defraudando a alguien, pues la honestidad era tu lema.

De ti recibí el mejor regalo de amor que puede recibir un ser humano; a nuestra pequeña Valentina. Me la entregaste dulcemente envuelta en telas de algodón y aún con el olor de tus entrañas. Desde entonces, mi corazón no solamente se gozó en tu amor, sino que se solazó cada día con la dulce presencia del ángel que había llegado a nuestro hogar.

Desde ese día ya no me importaron tanto mis problemas, ya no me duraron tanto los motivos de tristeza o preocupación, porque sabía que en mi casa me esperaban siempre mis dos amores que el Todopoderoso me había regalado.

Cuando nació Valentina, empecé a conocer y a admirar una faceta que no conocía en ti: A la Marcela madre, fui testigo cómo te dedicaste día a día al cuidado de nuestra hija. Cuidaste siempre de cada detalle, para que a ella nunca le faltara nada y especialmente desde el primer día y aún sin que ella te entendiera, empezaste a enseñarle cómo ser una niña de bien, porque tu anhelo, como la gran arquitecta que fuiste, era verla crecer y construir en ella a una mujer digna de respeto y admiración, amiga de sus amigos, leal y correcta; un verdadero ejemplo para su generación, ahora puedo dar fe de ello.

Dios fue demasiado generoso conmigo, al darme a una esposa como tú y a una hija tan maravillosa como nuestra Valentina; pero ahora tengo que aceptar, no sin lamentarlo que el señor te haya arrancado tan temprano de nuestras vidas. Ahora tengo que preguntarle cómo hacer para llenar el inmenso vacío que has dejado en mi corazón de esposo y cómo podré corregir mis errores de no poder ser padre y madre a la vez, para cuidar de nuestra niña.

Si pudieras escucharme antes de marcharte para siempre, Marcelita, quisiera decirte que te Amé como a ninguna. Que me perdones si alguna vez fui causante de tus lágrimas o sufrimientos. En este instante quisiera decirte todos los te Amo que no te dije por los afanes diarios que me impuse solo por el prurito del éxito. Quisiera darte los besos que te quedé debiendo. Te diría que me aprietes en un abrazo que no termine jamás, que me dejes pintada tu sonrisa con una tinta imborrable en mi corazón y que me dieras el último consejo para seguir adelante en esta vida llena de tropiezos.

Ahora sólo me resta decirle a Dios gracias, mil gracias por haberme dado una esposa maravillosa que aun estando enferma me siguió dando enseñanzas, demostrando que la vida se lucha hasta el último suspiro, aún si las fuerzas amenazan con abandonarnos y que la fe en un mejor futuro se pierde únicamente con nuestro último aliento.

Gracias Marcelita por lo que fuiste, gracias por la fuerza espiritual que seguirás siendo en el recuerdo perenne que nunca se marchitará en nuestros corazones.

Ahora debo dejarte partir y continuar este camino, que tras tu partida se hizo sinuoso e impredecible; camino de la mano de nuestra niña y ahora encuentro una luz que ilumina ese camino, una nueva ilusión que me invita a seguir adelante a pesar de mi alma herida.


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