¿Por qué es tan fácil, en Colombia, conseguir ladrones, delincuentes, asesinos y sicarios para ser utilizados como alternativas válidas para solucionar problemas personales y empresariales?, ¿por qué es algo tan normal observar luego a policías, a soldados, o a cualquier otra autoridad, violando la ley para supuestamente hacer valer y cumplir la ley?, ¿Por qué es casi natural que la clase dirigente se comporte, ante estos hechos, de manera indiferente para después actuar de una forma indecente?, ¿Por qué la sociedad, en general, acepta esta enfermiza situación, que se ha vuelto tradición, con la que se mancilla su cordura y se cotidianizan como parte de la realidad?, ¿Por qué, de manera individual, se puede interpretar que la ilegalidad es un camino fluido, válido y permitido, para alcanzar rápidamente objetivos de manera subjetiva?, ¿son acaso éstos tipos de problemas morales preguntas sin respuestas en un país acostumbrado a no querer hacérselas ni a tener que responderlas?
Cualquier persona que se encuentre en sus cabales, sea colombiano o extranjero, que haga un rápido escrutinio y una leve revisión, de esta absurda condición, puede fácilmente deducir que hay algo anormal en la siquis, en la educación y en la ética colectiva de toda esta Nación; surgiendo entonces otro tipo de pregunta, ¿Por qué es tan difícil de erradicar estas cuestionables actitudes y comportamientos?, interiorizados en una sociedad que ya se acostumbró a ellos, y con el tiempo, a funcionar socialmente alrededor del delito, del desorden y de la ilegalidad, utilizándolas y manejándolas como fuente del progreso, y donde aquel que sea el más osado, para violar la ley, la propia y la de los demás, termina logrando sacar los mayores dividendos en ganancias, y de beneficios, por hacerlo, ya que en Colombia la ilegalidad se ha transformado en un fundamento cultural, arraigado en el alma nacional, con la que se puede cuestionar, y atacar, cualquier norma natural, las mismas que en otras partes del mundo rigen la convivencia comunal, volviendo realidad, en un solo lugar, en este país, la ley del más fuerte, o la ley de la jungla, como la norma principal, haciendo natural y general la violencia, la muerte, la corrupción y al delito, convirtiéndolas en las mejores herramientas, en las mayores alternativas y en las maneras más directas de avanzar socialmente.
De allí que no podamos ilusionarnos en superarlos, llegando a considerar que son algo fácil de cambiar, pues son comportamientos socialmente normalizados, institucionalizados y aceptados por casi todos sin chistar, ya que se asumen, ya sea por supervivencia o prevalencia, y su utilización se ha generalizado hasta el extremo que quienes no los realizan son catalogados de imbéciles y terminan maniatados por las propias circunstancias, pues se han vuelto métodos corrientes que usan desde el más poderoso, porque saben que con ellos se van a sentir más talentosos, y al mismo tiempo, se convierten en los más poderosos y peligrosos de la jungla local y nacional, como igual los tienen y deben utilizar los últimos individuos de la escala social, quienes los deben considerar como la única opción que tienen, para modificar su pobre y grave situación.