No es el tiempo para la desesperanza

 
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Los colombianos hemos vivido en un periodo relativamente corto una de las experiencias más traumáticas para la democracia. Perdimos la gran oportunidad de expresarnos a favor de la paz y la reconciliación nacional; y acabamos de perder una de las más grandes oportunidades para combatir la corrupción. Dos hechos que sin duda alguna nos dejan mal parados en el panorama mundial. Votamos a favor de la guerra y en defensa de los corruptos. Hechos inexplicables que nos indican que algo anda mal.



¿Y qué es ese algo? Podríamos intentar explicarlo desde una óptica psicológica y decir que nos acostumbramos a una zona de confort donde la guerra, la muerte y los asesinatos o masacres los padecemos desde hace décadas. Y eso nos volvió duros e indiferentes, nos venció en nuestra capacidad de defendernos; nos acostumbramos al olor de la sangre, los cadáveres y las tragedias colectivas. O quizá intentemos explicarlo desde una visión sociológica y afirmar que la violencia y la corrupción nos han marcado desde siempre, desde que nos cambiaron espejitos por oro. Tal vez acudamos al enfoque educativo y decir que somos un pueblo inculto, sin educación y sin un sustento formal y estructurado en nuestra formación académica. O en lo religioso podríamos decir que expiamos la culpa de unos padres de la patria que se movieron únicamente al vaivén de sus intereses de clase.

En todos los casos y en otros de no menor importancia la conclusión parece ser la misma: no hay otra que unirse a los corruptos y a los belicistas. Pero eso sería caer, justamente, en su juego y declararnos vencidos y sin alternativa de salida a una crisis que toca fondo y que no brinda posibilidad alguna de solución. Cómo creer, tan solo eso, que perdimos en una consulta anticorrupción, que arrojamos por la cloaca la gran oportunidad de pedirle cuenta a nuestros legisladores, que cerremos la brecha de las desigualdades sociales representadas en salarios injustos e inequitativos. O que los corruptos paguen con cárcel por sus hechos delictivos y no en lujosas mansiones o centros de reclusión hechos a su medida de burgueses y ladrones.

No existe explicación o sustento alguno. Y viene la manida frase que somos un país de cafres que merecemos nuestra suerte, y empieza a circular en las redes sociales un mensaje de desesperanza en el cual no existe otra alternativa que unirse o ser indiferente ante los corruptos. Ante este resultado en las urnas se expresa o empieza a pensar y creer que no debemos indignarnos o ser indiferentes ante las protestas de gremios en sus reclamos sociales; callar cuando nuestros campesinos reclamen sus derechos; callar ante la imposición de impuestos y tributos; mirar hacia otro lado ante las negligencias médicas. Dice uno de estos mensajes que “No me indignaré por ver niños y ancianos desnutridos, abusados y abandonados, puesto que no alcanza la plata para protegerlos, mientras se roban 50 billones de pesos al año...”. Más grave y delicado aún que en estos mensajes se invite a celebrar cada acto de corrupción y muerte: “Por el contrario, celebraré cada caso de corrupción impune, cada corrupto enviado a su lujosa casa a descansar, cada mentira del gobierno para contentar pendejos, cada corrupto atornillado años al poder mientras nos seca a punta de coimas y chanchullos. No me indignaré por cada congresista chanchullero y dormilón ganándose más de treinta millones de pesos mensuales mientras media Colombia muere por falta de pan y atención medica...”.

Ceder ante esta realidad es inclinarse ante la corrupción y la barbarie. Hoy más que nunca se requiere de líderes que orienten a la opinión pública y a sus comunidades, así los maten o los desaparezcan. Hoy, más que nunca, en la historia de nuestro país se requiere izar la bandera de la reconciliación nacional e iniciar una cruzada contra los corruptos y la corrupción. La historia nos ha demostrado hasta la saciedad que los procesos sociales requieren de tiempo y esfuerzo; que cambiar la mentalidad de los pueblos sumidos en la ignorancia no es fácil ni sencillo; que se puede contener el cambio que los pueblos requieren por un tiempo limitado, pero que no se puede evitar el gran salto que surge de una colectividad. Las guerras de independencia son un claro ejemplo de ello, el voto femenino, la abolición de la esclavitud, la pedagogía violenta y del “con sangre entra”, la participación femenina en la toma de decisiones sociales, el uso y disfrute de los métodos de planificación, la inclusión en las normas en condiciones de igualdad de las minorías y un sinnúmero de eventos y acontecimientos que ayer eran sinónimo de utopía o anarquismo. Hoy, gracia a esos luchadores y convencidos de sus causas nuestra sociedad ha logrado importantes avances culturales y científicos.

Acontecerá lo mismo con la barbarie de la guerra y el oprobio de la corrupción. Hemos empezado el camino de su derrota y ya nos expresamos con vehemencia y firmeza, aunque sin contundencia en las urnas. Llegará el día en que nos miren como a una nueva Patria Boba que se opuso a la imperiosa necesidad de combatir la corrupción y que se sostiene hasta con sus dientes al mandato imperioso de los dueños de la vida y de la desesperanza.

Pero entendemos que no es momento de declinar, que, por el contrario, debemos mostrar nuestra indignación ante la corrupción y la guerra. Cada acto nos debe llevar ineluctablemente a un país culto y civilizado, que se sustente en la justicia y la equidad social y que castigue ejemplarmente cada acto de corrupción. Debemos seguir indignándonos y mostrando un rechazo inteligente y culto a quienes se empeñan en hacer de nosotros un remedo de sus fechorías. No es momento de desesperanza, ni de abatimientos ni de lamentos. Es el tiempo de indignarnos para de una vez arrastrar con nuestra corriente a la escoria que ha hecho de Colombia uno de los países más corruptos, inequitativos e incivilizados.
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