Así cambió mi vida cuando dejé de masturbarme

 
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Todo empezó como un juego. Un amigo nos contó que su novia le había pillado masturbándose. Estaba consternado. Pero nosotros no podíamos aguantarnos la risa. Su relato me recordó a una escena de Seinfeld. Entonces les propuse que hiciésemos lo mismo que hacen los personajes de la serie en ese capítulo: una apuesta para ver quién aguantaba más sin hacerse una paja. Pagaríamos 25 euros cada uno y el que más aguantase se llevaría todo el dinero.

Así cambió mi vida cuando dejé de masturbarme

¿Que como sabríamos que nadie hacía trampas? Los cuatro nos conocíamos desde la escuela. Y estas cosas se notan.

Por entonces yo solía hacerlo prácticamente cada día. Siempre por la noche. Siempre viendo porno. Y siempre con mi novia durmiendo en el cuarto. Lo encontraba normal. Una manera como otra de descargar tensiones.

Pensaba que no iba a ser capaz de aguantar más de dos días. Pero gané la apuesta.

Con el dinero invité a cenar a mi novia. Bebimos vino. Se la veía feliz. Y pensé que quizá era porque esa semana la había tratado mejor que de costumbre. Había hablado más. Me había irritado menos.

¿Tendría algo que ver con mi abstinencia?

Decidí ponerme a prueba. Y extenderlo de una semana a un mes.


En aquel tiempo yo estaba pasando una época difícil. Tenía un trabajo bien pagado pero no me gustaba. Tenía una novia que me quería pero yo no sabía si la quería a ella.

Las cosas empezaron a mejorar. Iba más feliz al trabajo. Saludaba al llegar y me llevaba mejor con mis compañeros. Hablaba más en las reuniones y notaba que me escuchaban. El jefe había dejado de mirarme con recelo. En casa también me sentía mejor. Durante la cena le contaba cosas a mi novia. Cosas que iban más allá de los monosílabos y los balbuceos. Incluso estaba aprendiendo a escucharla.

Ese mes se convirtió en cinco meses. En ese tiempo experimenté un proceso de ascensión. De pronto me veía a mí mismo desde arriba. Analizaba mi vida con perspectiva.

Una vez arriba decidí ir hacia atrás. Y lo que vi no me gustó.

Nunca habría sospechado que el porno hubiese condicionado tanto mi vida. Y nunca lo habría sabido si no hubiese dejado de consumirlo.

De pronto entendí muchas cosas sobre la relación que tenía con mi novia. Llevaba traicionándola desde el día en que empezamos a salir. Nunca me había acostado con otra. Pero cada vez que daba rienda suelta a mis fantasías me alejaba un poco de ella. Era algo que iba más allá de lo que veía en la pantalla de mi ordenador.

Durante años había estado programando mi cerebro para convertirlo en un órgano hipersexual. Me había insensibilizado. Veía sexo en todas partes. En el metro. En el supermercado. En el gimnasio. No veía a las chicas como personas. Sino como las piezas de una fantasía interminable.

Pronto entendí que lo que yo consideraba unos hábitos normales era una dependencia absoluta. Me di cuenta de que mis días giraban en torno a ese momento de la noche en que mi novia se iba a dormir y yo podía quedarme a solas con el ordenador. Esa era mi verdadera motivación.

Pero la dependencia no era el verdadero problema. Era solo un síntoma. Una señal de que estaba huyendo de mí mismo. Huía de mis verdaderos sentimientos y de mis verdaderas necesidades. Huía de la integridad. De la honestidad. De la autoaceptación. De la autocompasión. De la intimidad. De una una verdadera conexión con mi novia. En definitiva estaba huyendo de una vida digna.

Decidí que la decisión de dejar de ver porno tenía que ser permanente.

A los 9 meses los resultados se hicieron evidentes. Notaba que irradiaba confianza. Notaba que los demás me miraban distinto. Los hombres bajaban la cabeza. Las chicas abrían los ojos. Conseguí un ascenso. Me convertí en el máximo goleador del equipo de fútbol sala que tenía con mis amigos. Incluso diría que me cambió el tono de voz.

Era otra persona.

Entonces ocurrió algo extraño. Un viernes me quedé dormido en el sofá. Mi novia había intentado despertarme para ir a la cama pero al quinto intento me había dejado solo. Me desperté de sopetón a las tres de la mañana. Cuando abrí los ojos se me encogió el corazón. En la tele estaban dando una película porno. Algo se revolvió dentro de mi. De pronto volví diez meses atrás. Me vi a mí mismo delante de la pantalla. Me vi con tanta claridad que me asusté. Cuando cogí el mando y apagué la tele mi mano temblaba.

Desde ese día algo cambió dentro de mí. Cada vez que veía una escena subida de tono en una serie se me removía el estómago. Los chistes guarros de mis amigos ya no me hacía gracia. Ni siquiera podía ver los videoclips de la maldita Miley Cyrus. Todo lo que me recordara al sexo me producía malestar. El corazón se me aceleraba y la boca se me secaba.

Fui incapaz de volver a hacer el amor con mi novia.

Ella no entendía nada. Durante los últimos meses habíamos recuperado una pasión que no teníamos desde que habíamos empezado a salir. Pero la simple insinuación de algo que tuviera que ver con el sexo me generaba un extraño sentimiento de culpa. Dejar de ver porno me había devuelto la sensibilidad. Pero ahora era como si mi cerebro se hubiese pasado de frenada.

Lo acabamos dejando. Me dijo que no podía estar con alguien que rehuía cualquier tipo de contacto físico. Le dije que la entendía. El día que me fui de casa estuvo llorando durante una hora intentando buscar explicaciones. Me hizo muchas preguntas mientras repetía que “no lo entendía”. Me preguntó si había otra persona. Me preguntó si había hecho algo mal. Me preguntó si ya no la encontraba atractiva. Y entonces llegó la pregunta definitiva.

—¿Qué pasa, que ya no tienes ganas de tocarme porque ves porno?

—No. Y creo que justamente ese es el problema.

Me había convertido en el hombre digno que había querido ser. Pero en algún punto de mi ascensión había perdido el contacto con todos lo que me rodeaban.
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